Su trabajo apabullante le valió el reconocimiento de la Academia en 1973. Tras un rodaje conflictivo, durante el que los productores sólo deseaban despedirlo después de aceptar su incorporación a regañadientes debido a su fama de rebelde e imposible de dirigir, había sorprendido a propios y extraños con una actuación icónica en la historia del cine. No lo aceptó, mandó en su lugar a una activista de los derechos de los nativos americanos a fustigar las conciencias de Hollywood. Como siempre, sin mucho éxito pero la intención era buena. Porque tenían razón: en Marlon Brando mandaba Marlon Brando.
El actor nacido en Nebraska en 1924 llevaba décadas en el ideario norteamericano gracias a películas como Un tranvía llamado deseo y La ley del silencio nunca buscó complacer a nadie. Hablamos del estandarte del método, un maestro de actores y formador de centenares en el Actor's Studio junto con Lee Strasberg. Un hombre que se ganó el reconocimiento y admiración de cinéfilos de todo el mundo no por actuar, sino por vivir todos y cada uno de sus papeles. Fiel seguidor de Stanislavski, no aspiraba a configurar una máscara bonita, sino a comprender la idiosincrasia de su personaje, a adentrarse en su mundo interior, sus obsesiones y esperanzas, para comprenderlo, y de esa pulsión entre sus ambiciones exploratorias, su talento y la comprensión en última instancia de su rol surgieron unas actuaciones para la historia. Con él, el hombre, y no con el actor, comprendimos la tragedia de las esperanzas perdidas en La ley del silencio, el drama de los maltratos domésticos en Un tranvía llamado deseo, la solemnidad de un padre de familia y de Familia en El Padrino, las consecuencias de jugar a ser Dios en La isla del doctor Moreau y el horror, el horror en Apocalypse Now. No en vano, le llaman el mejor actor del siglo XX.
Sin duda, el más influyente. Todos los que han venido después de él (desde sus discípulos Al Pacino y Robert de Niro a di Caprio y Fassbender, su último heredero y más veraz en una larga lista) le reconocen su habilidad para comprender su papel, su capacidad para arriesgarse hasta límites inusitados en pos de representar la psique de su personaje, su psique. Seguía el método cual purista pero se libraba de toda charlatanería al respecto. Es decir, el 90% de los actores del Actors eran unos snobs insoportables, y él lo reconocía abiertamente, pero también era el único que hacía lo que los demás decían hacer.
Con un carisma, una inteligencia y una belleza arrolladores supo hacerse un nombre en el mundo de la actuación desde su juventud gracias a películas como ¡Viva Zapata!, Julio César y Sayonara. Pero en los años 60 su incapacidad para seguir órdenes de nadie le hizo caer en desgracia y ya muchos lo consideraban acabado. Especialmente los productores de El Padrino con Robert Evans a la cabeza. Despreciaban a Coppola y Al Pacino, dos mindundis a los que nadie conocía y en quienes no confiaban para dar la talla en el film en el que tantas esperanzas tenían puestas. Pero ya traer a ese salvaje que contradecía cuanto le dijeran y actuaba en consecuencia quedaba lejos de sus intenciones, y por ello le impusieron una serie de condiciones innegociables: un salario reducido, el pago de cualquier retraso que él provocara y pasar por casting, una humillación para un mito viviente de Hollywood. Cumplió con todo y regaló al mundo una actuación y una caracterización potentosas que le valieron su segundo Oscar (el primero fue por La ley del silencio en 1954). Aún estaba fuerte, como siguió demostrando durante un tiempo con sus papeles en Superman y el del renegado Kurtz en Apocalypse Now, trabajando de nuevo bajo las órdenes de un Coppola ya consagrado y endiosado. Pero para ego el de Brando, que se presentó en el rodaje gordo cual tonel, él, que interpretaba a un general perdido en mitad de la selva, él. En fin, un contratiempo hasta menor en el rodaje de aquel corazón de las tinieblas.
Aun así, rapado y ajeno a todo supo darnos un monólogo inolvidable con el horror, el horror. Maestro. El final de su carrera, sin embargo, ya no se correspondía con su talento, el que, al menos en el pasado, tenía, y se fue replegando en sí mismo cada vez más. Se retiró a su isla con un sobrepeso evidente y cortó sus relaciones con todo y con todos, celoso extremo de su privacidad. Siempre despreció la atención que despertaba su vida privada (y sus tres casamientos) en la prensa estadounidense, y allí le tocó asistir a uno de los momentos más tristes de su vida, sino el que más. Su hijo asesinó al novio de su hija y más adelante esta se suicidaría. Nada humano le era ajeno, también la tragedia que sintió incluso más que las muy diversas que había sentido hasta entonces.
Solo, de nuevo divorciado y con un peso que alcanzó los 136 kilos, en sus últimos años la amistad de Michael Jackson fue fundamental para él hasta su muerte por fibrosis pulmonar hoy hace 10 años. 10 años sin don Vito, sin Marco Antonio, Emiliano Zapata, Kurtz, el Paul de El último tango en París y tantos otros. El ingobernable, que sabía cómo manejar su talento inigualado hasta ahora, el maestro de la actuación, de la tragedia, la muerte y la autenticidad. El maestro del horror. Descanse en paz.
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