Gádor es una pequeña localidad de la
provincia de Almería, cuya sierra fue pionera del boom minero que protagonizó
el Sureste español en el siglo XIX y, por desgracia, hizo revivir a un
personaje del folklore infantil del mundo hispanoamericano como es el Tío del
Saco, quien encarna mejor que nadie el miedo del niño a desaparecer. Tío del
Saco, Tío Saín, Saineros o Sacamantecas representan el mismo concepto: el
forastero desconocido que irrumpe en la localidad con aspecto descuidado de
vagabundo y un saco sobre sus espaldas con la aviesa intención de echar en él a
todo pequeño que juegue en la calle o en parajes abandonados de la vigilancia
de los adultos.
Para contextualizar el crimen de Gádor
debemos conocer que el miedo al desconocido lleva a imaginarle como potencial
ladrón o asesino y eso siempre se revive en situaciones de inmigración masiva como
ocurrió en la sierra de Gádor al calor de la actividad extractiva. Por otra
parte, las creencias mágicas estaban muy arraigadas en la población de
entonces, sobre todo en el ámbito rural como la idea de que la tuberculosis,
patología muy extendida y temida en aquel tiempo, se combatía ingiriendo la
sangre de un niño sano y aplicando su saín, o grasa corporal sobre el pecho del
enfermo como cataplasma. La revolución industrial generalizó por Europa la
sospecha que la grasa humana era de mejor calidad que la grasa de origen animal
para emplearla en los engranajes de las novedosas y amenazantes máquinas. A tal
fin los burgueses de la industria conseguían los servicios de sicarios para
raptar, asesinar y extraer posteriormente la grasa de los cadáveres.
Formaban parte de la folk medicina o medicina
del pueblo otras ideas peregrinas como que los huesos humanos o las momias
pulverizadas eran elementos altamente benéficos para recuperar la salud en
forma de ungüentos o bebedizos que incluso eran vendidos en boticas. Se
trajeron momias de Egipto y se profanaron cementerios.
En junio de 1910 Francisco Ortega Rodríguez “el
Moruno”, rudo y primitivo agricultor de 55 años, fue diagnosticado de tuberculosis.
Se puso en las manos de la curandera Agustina Rodríguez González, dispuesto
como estaba a cualquier cosa para superar la trágica enfermedad. Agustina dio
participación en este asunto al barbero y también curandero Francisco Leona Romero
para realizar la arriesgada operación de secuestrar y sacrificar a un inocente
infante, acción cifrada en 3000 pesetas que debía abonar “El Moruno”. Hablaron
con el hijo de Agustina, apodado “el Tonto” por su deficiencia mental, a quien
se le prometió 50 pesetas por su contribución, dinero que deseaba emplear en la
adquisición de una escopeta de caza pues hasta ese momento mataba a los pájaros
que capturaba arrancándoles la cabeza a dentelladas. Con la ayuda de este
fortachón de pocas luces echaron mano a un niño de 7 años de edad, Bernardo
González Parra, que se encontraba cogiendo higos mientras su madre lavaba ropa
en una cercana balsa. Introducido en un saco y dormido con cloroformo fue
transportado hasta un cortijo abandonado donde se le propinó una profunda punzada
en la axila para desangrarlo, vertiendo el líquido vital en una olla desde la
que el tuberculoso llenaba vasos pues el remedio era eficaz si se ingería aún
caliente, añadiéndole azúcar, supongo que para mejorar el sabor. La escena tuvo
que ser dantesca porque alguna de las mujeres participantes se desmayaron
horrorizadas, sobre todo cuando la criatura despertaba agitado llamando a su
mamá. Fue rematado en el suelo de una gran pedrada para proceder a abrirle el
abdomen con una navaja y extraerle sus intestinos, utilizados en una cataplasma
sobre el pecho enfermo. El muchacho deficiente se encargó de comunicar en el
pueblo que halló casualmente, mientras cazaba, el cadáver en una rambla, tapado
parcialmente con piedras y matas. Todos llevaban varias jornadas buscándolo.
Las primeras sospechas de la Guardia Civil se
dirigieron al barbero, persona que levantaba suspicacias por sus hipotéticas
implicaciones en otros hechos delictivos nunca probados, pero contaba con el
testimonio de personas que lo exculpaban, lo que nos es de extrañar dado su
parentesco con el acalde y cacique local que lo protegía. Aun así fue
interrogado reiteradamente provocando en él tal presión que reaccionó acusando al tonto del conocido como
crimen de Gádor, que atrajo a periodistas de varios países. Éste, indignado con
el barbero, narró con todo lujo de detalles la muerte del crío a un vecino,
quien acudió a la Benemérita para ponerlo en conocimiento de la autoridad. Esta
colaboración permitió la detención de todos los implicados, siendo condenados
los más comprometidos en la criminal acción a garrote vil, uno de ellos, el
barbero curandero, no llegó a sufrir tal ajusticiamiento porque falleció en la
prisión envenenado, quizá porque alguien temía que delatara a otros en
secuestros y crímenes, sin resolver, que se habían perpetrado en la zona. Las gentes del lugar guardan memoria de
aquello en coplas que hasta hace poco recordaban los mayores para gloria del
cabo Mañas, el guardia civil encargado de las averiguaciones.
Sabemos de todos estos detalles por la
investigación de Milagros Soler Cervantes basada en el sumario del juicio seguido
contra los autores de la cruel matanza. Con razón nuestros mayores nos
asustaban tanto, advirtiéndonos que no saliéramos a la calle en las largas
horas de las siestas estivales. No en vano años después se dio un trágico
acontecimiento que acabó con un niño, que residía en unas casas existentes en
la cuesta del Batel, herido por los mordiscos propinados por un desconocido que
nunca apresaron a pesar de las batidas organizadas. El hecho tuvo lugar por las
inmediaciones del castillo de Los Moros. El crio salvó la vida siendo
hospitalizado en el hospital de Caridad, Los Pinos, subrayando la prensa local,
con gran alarma, que el Tío del Saco rondaba Cartagena.
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