sábado, 23 de agosto de 2014

Los laberintos del alma humana

Por Raúl S. Saura
*Esta entrada contiene spoilers sobre la primera temporada de la serie True Detective. ¡Cuidado, ávido lector de spoilers, el Rey Amarillo nos vigila a ti y a todos!





Uno ve la intro la primera vez, ese soplido de aire pútrido e irrespirable, ese caramelo amargo, esa maravilla visual, y se pregunta si la serie mantendrá ese nivel desplegado en apenas dos minutos. Para quienes aún duden entre adentrarse o no (en Carcosa…), adelante. De todo corazón, no olvidareis la experiencia. Pero ya la intro avisa del mundo al que nos dirigimos, nos avisa del horror a presenciar (“Mountain cats will come to drag away your bones”), en el que no hay espacio para flaquezas ni debilidades, en el que el fuego arrasa iglesias y carreteras, en el que solo los retrasados todavía alzan los brazos buscando a dios.
No amigos míos, esta serie no trata sobre asesinatos en serie en la rural Louisiana donde la civilización no ha desembarcado aún, y los ritos y los árboles genealógicos son más importantes que el oxígeno que se codea con los pantanos sureños. Tampoco La matanza de Texas, Psicosis o El silencio de los corderos, tres obvias influencias, trataban sólo esa temática. En True Detective presenciamos la historia de un caso policial a lo largo de 17 años (de 1995 a 2012, con un interciso en 2002) en el que dos personajes: Marty Hart y Rust Cohle, investigan y se afanan por hallar una explicación al mundo de terrores cósmicos con que se topan. De ahí proceden las referencias a Carcosa y el Rey Amarillo (recomendable lectura la de Chambers), de toda la maldad humana que les/nos resulta imposible de abarcar en su totalidad. Esa secta adoradora del diablo, esos sacrificios de mujeres y niños, que solo hemos podido tantear y figurar, no son detenidos ni nunca lo serán porque están irremediablemente ligados al alma humana. Hart, un paleto hipócrita que se cree mejor de lo que es y sabotea su familia por su incapacidad para aceptar sus problemas, y Cohle, un pesimista, un existencialista y un nihilista que ha vivido la muerte de su hija, que ha estado años undercover en un mundo de drogas y bandas; quienes, en principio, no pueden diferir más, caminan juntos por un caso relacionado con torturas, perversiones y ramificaciones políticas de primera magnitud. Caminan hacia unos territorios cada vez más siniestros y pútridos, se adentran cada vez más en los laberintos del alma humana, donde cada paso hacia delante supone sumirse en una oscuridad creciente, en un ambiente cada vez más opresivo hasta que cueste dar una bocanada de aire. La Carcosa del último episodio, el horror el horror… porque en esta historia en busca de cartografiar la maldad de la que somos capaces, el horror sólido, que casi se puede tocar y dejarse acariciar por él, encontramos muchas relaciones con la película del 79 de Coppola. Más allá de la lancha motora del cuarto episodio, claro.
Pero esta historia, como digo, no es una simple historia sobre un caso policial. Trata una temática más profunda y oscura con una densidad narrativa que a mí personalmente me chifla. Embulle al lector en el ritmo que nos quieren mostrar y ya no nos suelta, sino que nos hipnotiza hasta el último segundo y no nos deja ni pestañear. Como en El Padrino, porque esta joya aguanta la comparación. El creador de la serie, Nick Pizzolatto, ideó el guion y los personajes, pero no se ha visto solo para imprimir su nombre en la historia de los grandes showrunners (Simon, Alan Ball, David ChaseHBO continúa con su apuesta suicida de entregar todo el poder a los creadores, quienes la recompensan con maravillas como esta; justo cuando la AMC parecía subírsele a las barbas la vuelven a enviar a la lona con un portentoso gancho cual Marty). Cary Fukunaga ha dirigido todos los episodios como Pizzolatto los ha escrito y el director nos ha sabido mostrar con una cámara prodigiosa un mundo árido y a la vez húmedo, perdido de la mano de dios, con una piel de textura amarilla y una soledad y olvido imparables donde el tiempo (el círculo que lo representa y la espiral que lo enfrenta) causa estragos: la memoria de una ciudad que se desvanece… Si a eso le añadimos las actuaciones de traca de Woody Harrelson como Marty Hart y de Matthew McConaughey como Rust Cohle, tenemos el producto televisivo del año y de la década, capaz de entroncar con The Sopranos o Breaking Bad. Porque los dos actores han pugnado constantemente por ser el mejor actor del plantel; muchos apostaron inicialmente por el de apellido inescribible (término que no existe como tampoco hay hispano capaz de hacerle el DNI), pero al final Harrelson hizo un sprint a lo Usain Bolt y con su derrumbe final en la cama del hospital alcanzó a McConaughey. Por más que este haya sido su año con el Oscar (en su cuarto de hora en El lobo de Wall Street ya se come a DiCaprio, lo siento por los fans pero es la realidad), su compañero de juergas no le deja las cosas fáciles. Y eso que Rust no es un personaje cualquiera, sino un sociópata desaprovechado, un imperturbable lunático, un solitario y amargado que sólo podemos relacionar con el Tyler Durden de El club de la lucha, si bien menos ambicioso con el mundo a su alrededor. Su cruzada es más personal. El personaje de Brad Pitt es Nietzsche y el suyo Cioran. Una consecuencia natural, resultado de exponerse tanto tiempo al sol negro (¿o estrellas?) de la sinrazón y el mal, la pérdida de brío del otro. El hijo inevitable. Rust es todo eso y más. Marty, el adicto de alta gradación, también. Y mucho más, porque podríamos estar hablando todo el día y no parar, tal es el grado de complejidad que saben inocular a sus roles.
Ambos compañeros luchan por descubrir un caso sin la ayuda de nadie, recorriendo una orografía tan grave como desangelada donde nos encontramos con unos extras de lujo. Esa es otra, saben tocarnos la vena a los seriéfilos incorporando a Eli Thompson de Boardwalk Empire y a Lester Freamon, Stavros y el Hermano Mouzone de The wire. Como para despegarse del televisor así.
En esta búsqueda para frenar una fuerza que les sobrepasa, alcanzamos para muchos el momento álgido (o Michael Jordan) con el cuarto episodio, especialmente con el plano secuencia final. 6 minutos de carreras para escapar con vida de un tiroteo en un gueto negro, vástago del de The wire. Sin parar. Algo tan difícil lo hacen pasar como fácil… de quitarse el sombrero. Pero, a nivel personal, a un servidor el quinto episodio le emocionó más con el asalto a la casa de Reggie Ledoux, un cocinero de metanfetamina (ejem… ¿a que dan ganas de verla?), cuando la narración de los personajes en 2012 difiere substancialmente de lo que ocurrió allí. Rashomon además, la plaga de referencias tanto literarias como cinematográficas no tiene fin. Allí nos encontramos con el anunciado monstruo al final del sueño, con las estrellas negras y el tiempo circular. Un servidor encuentra esos momentos de mayor carga emocional, de mayor potencia, inseguridad personal y profundidad casi ontológica que en el resto de la serie. Con un momento sorprendente como en el duelo final, porque, realmente, puedes dispararle al horror (el que a saber qué hace con niños, esa cinta…) en la tapa de los sesos y matarlo. Desaparece realmente, pero, realmente, no desaparece.


Nunca lo hará, él nos persigue y nos vigila a todos. Pero ¿quién? El Rey Amarillo, la fuente del mal, adonde nos conduce el río más arriba. Han acabado con un simple acólito después de cinco episodios (en una tanda de ocho), pero el mal aún campa a sus anchas y queda frenarle de una vez por todas.
Los episodios sexto y séptimo suponen un bajón importante en la trama. Sirven para conocer cómo se separa el dúo en 2002 y vuelve a reunirse diez años después para la traca final y aquí caben muchas razones. El personaje de Cohle, tan intenso siempre, comienza a cambiar porque este relato, como todo gran relato, supone un viaje/evolución de sus protagonistas. Mientras Hart, en principio tan seguro de sus creencias (recordemos la conversación sobre religión en el tercer episodio con el virus del lenguaje, recordemos en el primer episodio en el coche como pide que Rust calle para no seguir escuchando su lacerante y arrastrada voz) termina por convertirse en un cínico que descree de mucho. De nuevo, otra conversación, la de los hombres malos. Así, mientras uno se despoja de su falsedad, el otro comienza un indefectible camino hacia el bien, porque Cohle se hace “de los buenos” sin más vueltas de hoja. La historia aliena a sus personajes frente al mal existencial antes del enfrentamiento cumbre en Carcosa, esa tierra oscura e ignota, y Rust, por muy nihilista que sea también fue padre y no quiere ver más niños sufriendo. Así, cierra la boca un poco y deja de decir lo que dice, que había sido nuestra principal fuente de entretenimiento en la primera y mejor parte de la temporada, junto con sus divagaciones metatextuales (esa cuarta dimensión, el espectador). Conocer a los personajes, tan diferentes como parecidos, tanto que les cuesta pero al final son amigos de verdad. Y en cuanto a Cohle, esa forma de ser tan peculiar suya con frases como la conciencia humana fue un paso en falso de la evolución, le supone ser considerado el sospechoso número uno de la continuación de asesinatos rituales de chicas con sogas, espirales y astas de ciervos. La pareja de detectives negros, Papania y el inolvidable Mouzone, que nunca pierde su bidimensionalidad de recursos narrativos en aras de una estructura argumental interesantísima. A alguno le mareará tanto bamboleo temporal, pero en los últimos episodios, como digo, perdemos ritmo y en parte es por la confluencia de todas las tramas en 2012, dejando atrás los estimulantes saltos.
Los dos detectives de homicidios nunca tienen el apoyo de nadie y llegan al final de su trayecto personal solos, como correspondía. Nadie más evoluciona en esta historia, ellos son los protagonistas absolutos y el resto de personajes giran en torno a ellos como en el Sistema Solar. Eso ha molestado a más de uno que ha acusado a la serie de racista y machista, “hecha para gallitos blancos”… y esa es la lectura superficial. El mundo en el que ambos viven, la Louisina rural, no es una democracia nórdica precisamente, y menos cuando la familia de tu senador, los poderosos Tuttle, hace lo que hace con impunidad. Los negros se han labrado la carrera con el tiempo (2012 y no en los noventa) y las mujeres otro tanto de lo mismo. Con la esposa de Hart, por ejemplo, ella nunca abandona su rol de mujer de policía incluso cuando llevan años divorciados. Su encuentro sexual con Rust para librarse de su marido de una vez por todas, donde recae sobre ella toda la tensión dramática, queda al final desfigurada con la reacción de Cohle, quien la echa sin dejarla expresar sus razones. Una ocasión perdida, pero la historia no va de ella sino de ellos, y no por ello es discriminatoria. Recuerdo yo una cena en familia en casa de los Hart, con una referencia al casting que han de pasar las animadoras en el instituto, como los deportistas. Los detalles, amigos míos, están para algo…
Y después de 7 episodios de ambigüedades, de no poner cara al enemigo final y dar vueltas alrededor de un enigma sin ninguna arista a la que aferrarse, “como la célebre espiral que está antes de nuestro nacimiento y seguirá después de nuestra muerte, nos encontramos con que el malo último es un pedazo de white trash como este:


Vale, su casa de los horrores con incestos y muñecas, cadáveres paternos en casetas inquietantes con dibujos y mensajes escritos con sangre por las paredes y, finalmente, un mundo de laberintos con momias y ropas infantiles, da mucho miedo. Vale, esto en concreto da mal rollo:


Y la visión de Rust tiene su interés, pero al final no se diferencia en nada de los asesinos en serie cinematográficos que ya he mencionado antes. De hecho, aquí el final es más simple y todo. Cohle sigue al gordo al que le falta un tornillo (con Marty mucho más atrás porque no conoce el mal tanto como su compañero y siempre va por detrás) y allí, con su vida a punto de desvanecerse, le abre la cabeza de un disparo. Así de simple. ¿Y me decís que Ledoux, que se le veía leído, quien al menos parecía saber contar hasta diez, era un acólito? Iros a tomar por culo.
Finalmente, en un epílogo de un cuarto de hora, Hart recibe a su familia perdida y nos da un llanto de Oscar, estatua y monumento. Portentosa actuación de Woody Harrelson en todo momento, por desgracia ensombrecida por la de Matthew, si cabe, aún mejor. Es entonces cuando ambos reconocen que no consiguieron a tantos como debieron, que no tienen a nadie de la cinta y el mal tan abstracto seguirá imponiendo su ley allá donde vaya porque el tiempo se repite, como la sierpe que se muerde la cola. Porque, al fin y al cabo, ¿quién es el Rey Amarillo? Todos y cada uno de nosotros, lo que vimos al final de esos pasadizos del infierno, tan propios de la jungla de Kurtz, era un grupúsculo de huesos con tres calaveras, adorado por varios, pero quienes asesinaron y sacrificaron a inocentes en su adoración de Satanás son personas como tú y como yo. No escaparemos al mal y cada uno de nosotros arrastrará su marca (deep down) en algún lugar de nuestro laberinto personal. En el laberinto del alma humana, donde el mal nos aguarda tras cada giro, donde nos sumimos cada vez más en él conforme progresamos. Donde el Tiempo prepara su propia batalla, en su circularidad, contra la espiral enemiga y rompedora de vida. La espiral, en la que nada cambia y todo continúa imperturbable como los sacrificios de inocentes. Ella es el minotauro de nuestro laberinto, ella es el Rey Amarillo.
Nunca escaparemos de él, que nos vigila y observa, que es peor que nadie y nos puede consumir y destruir, él que vendrá por nosotros. Pero eso no significa que vendamos barata la vida. Rust Cohle, el solitario pesimista, experimentó en su agonía, más allá de la negrura y el agujero de la muerte, el amor de su hija y de su padre esperándole para fundirse con él. Más que un volvimiento hacia la fe lo quiero ver como un alegato de esperanza, todos tenemos “razones por las que vivir” (http://respirasactualidaddigital.blogspot.com.es/2014/05/mis-100-razones-por-las-que-vale-la.html) como el amor alguna vez tenido, aún sentido. La oscuridad tiene más espacio en la cúpula celeste, pero, como dice Rust, antes todo era oscuridad y ahora hay estrellas. La luz está ganando.
10/10, la mejor serie del año y la evolución de los personajes más completa desde Walter White. Dura competencia para los Emmy y los Globos de Oro del químico.




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