martes, 2 de diciembre de 2014

Nuestras series del 2014: True Detective

En RAD hemos comenzado a despedir el  2014 y los más seriéfilos del lugar se han dado cita en el claro del bosque para discutir, presentar y despedir (ya sea definitivamente o hasta la próxima temporada) sus series de televisión preferidas de estos 12 meses tan cargados de estrenos o nuevas tandas. Cada redactor irá escribiendo su favorita desde un punto de vista, como viene siendo habitual, enteramente subjetivo. Los seriéfilos, por supuesto quedáis invitados a expresaros en las redes y comentarios. Que aproveche y feliz último mes.


Por Raúl S. Saura


Quizás no gane a momento más impactante del año (eso va para cierta penetración ocular), pero nadie dudará de que True Detective es una de las series más comentadas del 2014 que se nos va. Legiones de acólitos a ultranza y feroces enemigos se dispusieron desde el primer momento a colocarla entre altares -más al principio- o a despreciarla sin misericordia -estos ganaron adeptos conforme avanzó la serie-.

Spoilers a partir de aquí

Qué voy a decir, ya escribí aquí mismo sobre True Detective en buenos términos. Sí, soy de los del conmigo. A mí nunca me chirrió ni el acento ni el nihilismo de Matthew David McConaughey, no me desquiciaron las referencias literarias, filosóficas ni metalingüísticas de la trama ni me desencantó el final enteramente... pero vayamos por partes.

El artífice, más escritor que showrunner, de todo este tinglado, Nick Pizzolato, dejó ya bien claro que no le interesaban en lo más mínimo los asesinos en serie y quien avisa no es traidor. Desde el principio supimos que los atormentados detectives Rust y Marty emprendían una búsqueda sin fin, sin opciones de respuesta contundente. No podemos culparles cuando su investigación se cruzaba con una radiografía del alma humana, porque esta serie va de eso. En un género tan gastado como el policial, el amigo Nick quiso probar a darle una vuelta de tuerca y se sacó de la manga colocar al Tyler Durden de El club de la lucha en la trama de Se7en. Una investigación entre temores lovecraftianos y pullas contra la religión. Una apuesta arriesgada sí, como todo aquí.

El asesinato de jóvenes en la rural Louisiana sólo servía de excusa para hablar de dos policías tan distintos como parecidos: dos hombres imperfectos, que forcejean con sus propias ideas de moralidad. Por un lado Rust, solitario y sufridor, con pasado oscuro y las ideas muy claras de que nada tiene sentido y, si lo tiene, es de casualidad. Por otro, Marty, un hipócrita de pueblo que no guarda reparos en pontificar sobre todo mientras no controla sus diversas adicciones. Dos personajes así estaban destinados a relacionarse y chocar, acercarse y alejarse como dos océanos uno junto al otro. No hay universo más allá de ello, pese a los intentos de Michelle Monaghan. No, estamos hablando de la liga de los grandes. Porque el experimento de colocar al lector de Cioran con un borracho hubiese salido infinitamente peor de no haber contado en el plantel con actores de la talla de McConaughey y Woody Harrelson, que desplegaron una química y dotes ante la pantalla de difícil alcance. Lástima que el segundo no alcanzara mayor reconocimiento, víctima del todoterreno interpretativo del otro, porque escenas como el último encuentro familiar, alegre, triste, de desesperanza ante la cercanía de la muerte... no tienen nombre.

 

Muchas gracias debemos dar también a la tremenda labor de Kary Fukunaga al presentarnos una Louisiana infumable, hipnótica, pegajosa, húmeda y terriblemente seca. Desolada y misteriosa, primigenia... el escenario donde los satánicos ocupan el poder y la oscuridad impera. Darse cuenta de eso, el tema de la serie.

Hubo quienes la criticaron sin compasión, con el blanco predilecto en McConaughey y el final. Opiniones muy respetables, pero que nunca he llegado a comprender del todo. Parecían obviar sus propias contradicciones. De entrada hubo quienes quisieron ver al del apellido imposible de escribir arder en las llamas del infierno, incapaces de perdonar su verborrea tumbalotodo, que le quitara merecidamente el Oscar a DiCaprio, su portentosa actuación... En su personaje buscaron rendijas por las que calar su mensaje, apostando a la cansinez del mismo y al hartazgo por su existencialismo de adolescente... igual que criticaron su final en el que, tras una experiencia cercana a la muerte, Rust se reconcilia con la luz y las estrellas. Descubre el significado de la vida (y de la muerte), expresado a través del amor. Perdona su existencia y acepta la amistad, desprendiéndose de su antiguo yo. Ni siquiera este giro, probablemente lo más arriesgado de toda la tanda, satisfizo a los detractores del agotado descendiente de Durden. 

El final, ciertamente, trajo mucha cola cuando la gente quedó desilusionada al comprobar que, una vez disuelta la niebla existenciaria, el mal y los rituales, el misterio grabado a lo largo de 8 episodios como 8 ochomiles, el Rey Amarillo cortaba césped. La verdad es que a mí también me costó digerirlo mas, para explicarlo, podríamos remontarnos al diálogo en el coche sobre los hombres malos y los otros hombres malos a los que dejaban al otro lado de la puerta. Estos primeros, afirmaba Cohle, eran los dos protagonistas omnipresentes, unos antihéroes, incapaces de sacudirse de encima el prefijo. Hombres como Rust, cuya alma burbujea tras sus ojos, a la vista de todos. Que no llevan máscara ni se esconden, que no comparten la maldad intrínseca de los depravados que se refugian para practicar sus orgías de sangre y muerte. Rust no pertenece al mundo de estos salvajes, él no lleva máscara. Errol Childress sí, ¿quién va a sospechar de un cortacésped? Eso es lo auténticamente horrible del mal, su capacidad de pasar desapercibido, una de las muchas lecciones de esta obra maestra. El mal acecha, cercano y profundo, al fondo de la cueva para fundirse con la oscuriddad. Y pocos se atreven a adentrarse y desenmascararlos, aunque les lleve la vida, para proteger a los demás.

Hay que reconocer que muchos encumbamos a la serie al Olimpo desde el primer momento de una manera bastante precipitada y, ahora a la hora de defenderlo, bastante aparatosa. Los últimos episodios no alcanzaron el nivel de los primeros, cuando el camino se aclaró hacia terrenos un tanto convencionales. La pareja Papania-Gilbough habría desentonado menos de tener más alma y no faltan quienes entienden el final como una traición a la esencia de la serie. Lo dicho, se la jugaron pero se mantuvieron, por más resbalones en las galas de premios ni más fanáticos buscando a Dios detrás de las referencias.

En cualquier caso, los acérrimos defensores de esta joya nos quedamos con la poco fiable narración de los acontecimientos de 1995, con el juego propio de Kurasawa, con la superposición de las líneas temporales, con las líneas de Rust, con los intentos de redención de Marty (al final, el más cínico de los dos después de la insistencia de la vida en golpearle), con el asalto a Ledoux o ESE plano secuencia. Esa interminable búsqueda en la eterna batalla. Por más aureas tenebrosas, las balas frenarán a los malvados, pero nunca a la maldad. Al menos ahora hay estrellas, y una segunda temporada en el horno. Sin McConaughey, Harrelson ni Fukunaga pero con Pizzolato detrás, de nuevo, del nombre True Detective. Que no nos la estropeen.


 

Y que conste que se la recordará como la serie que salvó a la HBO cuando la AMC más le discutía el trono seriéfilo. Tiempo al tiempo.

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