miércoles, 28 de enero de 2015

Veritas veritatis



Seguramente no hay ningún aficionado a la filosofía que no sepa que fue un gobernador de provincia romano, llamado Pilatos, quien preguntó por primera vez “¿Qué es la verdad?” (Y lo preguntó como respuesta a la respuesta del que dijo ser la Verdad misma). Lo que quizá mucha gente no sepa es lo que hablaron Pilatos y uno de sus guardias personales, una vez que los soldados se llevaron a la Verdad al calabozo. (He traducido como he podido la cinta, en latín sureño):

Se oye a Pilatos quedarse pensativo y, al rato decirle a su guardia:

-¡Eh! ¡Tú!
-¿Yo?
-Sí, tú. ¿Tú no eras griego?
-Si, señor.
-Entonces tienes que saber algo de esto… Acércate. Verás, ¿has oído lo que le he dicho al judío? Aunque se lo he dicho sin pensarlo, la verdad es que… me he quedado pensando: ¿qué dicen los filósofos que es la Verdad?
-Señor, esto es muy discutible y discutido…
-No te hagas el interesante, y dímelo en tres o cuatro palabras.
-Bueno… yo diría que la verdad es la propiedad que tiene una aserción cuando es adecuada según los criterios epistemológicos adecuados.
-¿¡Qué!? No me hables en griego, háblame en cristiano, quiero decir, en romano, aunque necesites más palabras.
-Quiero decir que un pensamiento es verdadero si es correcto.
-¡Muy bien! Ya puedes irte. No, no, ven. Explícamelo un poco mejor. ¿Qué quiere decir eso de que es correcto?
-Tiene que haber, creo yo, algunas normas de lo que es verdadero.
-¿Unas normas? ¿Por encima de la ley de Roma? ¿Y si me invento yo otras?
-Me temo que ni siquiera usted y el emperador están sobre la ley de la Verdad.
-Bueno, ya hablaremos de eso otro día. ¿Y cuáles son esas normas de la verdad?
-Yo creo que todo el mundo, incluidos también algunos filósofos, cree que la norma principal es que los pensamientos se atengan a como son las cosas.
-Creo que te entiendo. Vamos a ver: imaginemos que yo tengo algo en mi mano, una moneda, por ejemplo. Si digo que tengo una moneda en mi mano, digo la verdad. Pero si digo que esta moneda es para ti, estoy mintiendo. ¿No es así?
-Así es, señor. Eso es lo que todo el mundo entiende: la verdad es cuando hay una correspondencia entre lo que pienso y lo que realmente pasa.
-¿Ves? No es tan difícil. ¡Anda!, tráeme otro problema filosófico.
-Señor, si me permite que se lo diga: no es tan fácil.
-¿Por qué?
-Conozco un hombre, amigo mío, que vive en un chalecito cerca de Corinto, que preguntaría: ¿cómo sabes que estás comprobando que lo que piensas se corresponde con lo que realmente pasa?
-¿¡Qué dices!? ¿Crees que estoy ciego?
-No, no es eso. Se trata de… ¿cómo sabes que ves lo que ves?
-Con los ojos de los ojos, ¿no te digo? ¡Que te compre quien te entienda! ¡Explícate!
-¿Cómo puedo comprobar que un pensamiento se corresponde con una realidad? Las dos cosas están en mi mente, así que, realmente, estoy comparando un pensamiento con otro. No puedo salir de nuestra mente.
-De donde no puedes salir es de palacio, sin mi permiso.
-¿Cómo sé, por ejemplo, que realmente hay una moneda en su mano? Solo puedo saber, como mucho, que creo verla.
-¿Y qué más quieres?
-Cierto, señor. Para quien sólo esté interesado en explicar lo que ve (o sea, lo que cree que ve), ya tenemos suficiente.
-¿A quienes te refieres?
-A todo el mundo, por ejemplo a los artesanos. Para ellos, comprobar lo que creían que iban a ver con lo que creen que ven, es el final del viaje.
-O sea, que a todo el que se dedica a algo productivo, le basta con decir que la verdad consiste en que lo que uno cree se corresponda con la realidad, y sólo no sirve esa respuesta para los que no se dedican a nada…
-Para los que no se dedican a nada, salvo a pensar, eso es, señor.
-¡Tenéis respuesta para todo, hijos de la gran Hélade! Sigue hablando.
-El problema es que puede haber muchas maneras de representarse en la cabeza lo que ocurre fuera de ella. Unos creen que hay espíritus en las piedras, y que hablan con ellos; otros creen que ni siquiera en las personas hay espíritu (aunque siguen hablando con ellas); ni siquiera los físicos dicen siempre lo mismo que nosotros ni que ellos mismos. Así que ¿cuál de esos pensamientos es verdadero?
-¿¡Me tomas por idiota!? ¿Quieres decir que si creo que el judío pacifista está aquí todavía puedo estar tan en lo cierto como si lo niego? ¿No me has dicho antes que ni yo estoy por encima de la ley de la verdad?
-Muy bien visto, señor. ¿Por qué no se dedica usted a la filosofía?
-Una persona respetable sólo puede hacer esto a ratos y sin que nadie se entere. Por cierto, como se te ocurra contar a alguien esta conversación…
-No se preocupe, señor. Aunque, nunca puede uno estar seguro de que no te esté escuchando alguien que tenga un blog.
-Bueno, sigue.
-Sigo. Como usted decía, parece que no todo lo que pensemos va a ser verdadero. Pero sí que puede haber diferentes maneras coherentes. ¿Cómo podemos saber cuál es la mejor, o sea, qué pensamiento es verdadero? Muy fácil, dicen algunos filósofos de estos tiempos (algunos de ellos viven en la capital del imperio): el pensamiento que nos resulte más útil, ese es el más verdadero.
-¿Esa teoría es de algún judío? Porque las gentes de aquí, según se dice, aprecian mucho el dinero.
-No, señor, es una teoría universal, como el aprecio al dinero.
-Total, que la verdad es lo útil. Está muy bien. Y… ¿útil para qué?
-Útil para lo que uno se proponga. Por ejemplo, para sobrevivir. Cada animal cree verdaderos los pensamientos que le permiten cazar, aparearse y esconderse a dormir.
-Entonces, si a los seguidores del judío ese, les resulta beneficioso para su vida creer que él es el hijo de Dios, ¿es que es verdadero para ellos?
-Claro, para ellos.
-Aunque, por otra parte, como me los voy a cargar, les voy a demostrar que estaban equivocados… Eso sí, no se van a enterar, y no podrán salir de su error, sólo podrán salir del mundo. Quizá sea buena esa idea: que la verdad es lo útil.
-Ahora bien, dice ese conocido mío de Corinto, ¿cómo sabes que estás comprobando que tus creencias te resultan útiles?
-¿¡Cómo!? ¿Por qué eres tan hábil en liar las cosas?
-Si yo creo que hay una moneda en su mano, para saber si es verdad tendré que sacarle la utilidad, o imaginármela.
-Si esa utilidad es robármela, ni te la imagines, o te vas a tener que imaginar de compañero de calabozo del judío.
-Comprobaré la utilidad de mi creencia si, por ejemplo, le pido que abra la mano y resulta que había una moneda.
-Sí, y confórmate con eso.
-Pero, dice mi amigo cuando llegamos a este punto de la conversación, ¿qué hemos ganado con eso?
-¡Ya! Has dicho antes que no puedo estar seguro de lo que veo…
-Muy pero que muy bien recordado. Si no puedo estar seguro de lo que veo, no puedo comprobar que lo que creo es útil. Así que el criterio de utilidad, o bien es inútil, o bien se reduce al de comprobar la correspondencia de mis pensamientos con lo que pasa.
-Entonces volvemos a donde estábamos.
-Eso es.
-¿Y si la verdad, dicen algunos, consiste sólo en que unas creencias no se peleen mucho con otras? Ya hemos dicho que ciertos juegos no admiten dos movimientos a la vez. A esto se le llama Coherencia.
-¿Coherencia? Yo no voy a compartir mi herencia con nadie.
-Siento llevarle la contraria, pero tanto usted como el gobernador de Egipto han coheredado del emperador sus gobiernos. Y ninguno de los dos puede gobernar en la provincia del otro.
-Eso es verdad (¡y mí me ha tocado esta provincia desértica!).
-Pues, con la verdad pasa lo mismo: puesto que parece que no se la puede encontrar comparando pensamientos con realidades, sino pensamientos con pensamientos, quizá consista sólo en la coherencia entre pensamientos.
-Ya me huelo que ese amigo tuyo de Corinto tendrá algún pero que ponerle a esto.
-Es que, como él dice que decían hace ya quinientos años unos filósofos griegos del sur de Italia, lo único que es coherente es uno consigo mismo.
-Ni siquiera uno consigo mismo.
-Eso es, ni siquiera. Y, aunque uno se ponga menos melindroso y crea que puede haber sacos de cosas coherentes entre sí, tendrá que aceptar que puede haber diferentes sacos, o sea, diferentes juegos con diferentes reglas, de manera que, aunque dentro de cada juego sea necesario respetar las normas, eso no quiere decir que haya la Verdad, una y con mayúsculas, como dice el judío. Existiría la verdad en este juego, la verdad en aquél, etc.
-¡Eso es anarquismo!
-Y ¿qué hay fuera, más que la tiranía…? -dicen ellos.
-¡Te estás tomando muchas libertades con eso de ser griego!
-La verdad, entonces, no sería más que la asertabilidad garantizada, de acuerdo con criterios internos a un sistema epistémico dado.
-¡Te he dicho que hables como los dioses mandan!
-Quiero decir que… “cada loco con su tema”.
-Pero, vamos a ver: ¿entonces, también la palabra ‘verdad’ significa diferentes cosas en diferentes pensamientos o maneras de pensar?
-No…, creo que debe de significar… lo mismo.
-¿Lo mismo? ¿En qué sentido?
-¿Quién lo sabe?
-¿Entonces, qué solución hay? ¡Más te vale que me des una respuesta clara!
-Hay personas, y también filósofos, que conocen una buena estrategia para deshacerse de un asunto embarazoso.
-¿De qué estrategia hablas?
-De negarlo.
-¿Y cómo se hace eso?
-Se trata de restarle importancia a lo que no entendemos bien. ¿La muerte? ¡Bah! Eso no es problema: si no piensas en ella, no existe. ¿La verdad?, ¡no es problema!, ¿quién la necesita? Al fin y al cabo, decir que “es verdad que en su mano hay una moneda” no es más que decir que “en su mano hay una moneda”. ¿Lo ve? Sobra “la verdad”.
-Es un ahorro. Pero, entonces, ¿para qué la hemos inventado, la verdad? ¿Fue algún griego, de Corinto o de Atenas?
-Me temo que no, que hasta los judíos la usaban antes de que nos ocupásemos de ellos (o sobre ellos).
-Deja de hacerte el gracioso. ¿Para qué la hemos inventado, te pregunto?
-Para abreviar, quizá.
-Pero ¡si lo que hace es alargar y necesitar más saliva!
-Estoy completamente de acuerdo, señor. Yo no creo que la palabra verdad sea un adorno, y sigo diciendo que la verdad es la característica que tiene un pensamiento cuando es correcto, o sea, cuando está de acuerdo con la realidad, con lo que existe. Quizá nos sobraría la palabra verdad si todo lo que pensásemos fuese verdad. Lamentablemente, no todo lo que pensamos o decimos es correcto. Y a veces cuesta mucho llegar a ver, o a creer, que un pensamiento es verdadero. Así que no es lo mismo decir “hay una moneda en su mano” que “es verdad que hay una moneda en su mano”.
-Lo veo. No tienes nada de tonto, la verdad.
-Eso es lo que pasa con otra palabra de la que se ocupan mucho los filósofos, incluso fuera de Grecia: existir. Aunque algunos de ellos dicen otra cosa, yo creo que no es lo mismo decir “Godofredo” que “Godofredo existe”.
-¿Quién es ese Godofredo?
-Es sólo un nombre, de algún personaje del futuro, que usan los filósofos para decir “cualquiera”.
-¡Ah!, bien. Sigue.
-Cuando digo Godofredo no me comprometo con que exista. Por eso tiene sentido decir “¿existe Godofredo?”, o “Godofredo no existe”. Pero no tiene sentido decir “No existe existe Godofredo”.
-A través de las gárgaras, creo que te he entendido. ¿Y?
-Pues que eso mismo pasa con la verdad, pero referida a pensamientos y no a cosas (como se refiere ‘existe’). Así que lo único de lo que estoy seguro (creo) es de que la verdad es la propiedad que tienen los pensamientos cuando son correctos. Y son correctos cuando se atienen a las leyes de la verdad. Aunque también hay filósofos que dicen que la Verdad es una característica de las cosas mismas, y no sólo de los pensamientos. Hay un filósofo de los bosques boreales, un bárbaro godo, que dice que, según mis antepasados griegos, la verdad es desocultamento del ser, pero que esa verdad, precisamente, se oculta cuando en lugar de pensar en el ser pensamos en los entes, o sea, en las cosas.
-¿Y tú sabes desocultar ese pensamiento de ese bárbaro?
-No estoy seguro. Podemos dejarlo para otro día.
-Mejor, sí: para las calendas griegas.
-Pero, ya que no has tenido a bien darme una respuesta a lo que amablemente te he pedido, ¿serías capaz al menos de explicarme por qué los filósofos no están de acuerdo en esto ni en nada?
-No lo sé, señor. Ni siquiera sé si no están de acuerdo en nada.
-Pues yo te lo voy a decir: porque se les acabaría la manera de matar el tiempo, y de aburrir a los demás.
-Quizá, señor.
-¡No se yo si voy a crucificar a la persona correcta! Voy a proponerle a este pueblo de necios si no prefieren que me cargue a Barrabás el filósofo.

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