martes, 3 de febrero de 2015

El valor de la filosofía. O lo que no mide el informe P.I.S.A.

Por Víctor Bermúdez Torres


Algunos alumnos me confiesan, durante el curso o, más a menudo, después de él (a veces, al cabo de los años), que la asignatura de filosofía les despertó, en el bachillerato, a cuestiones antes impensables para ellos. Algunos me han llegado a decir (sin duda, exageradamente) que antes de dar clases de filosofía apenas habían “pensado de verdad” en nada. A muchos los he visto cambiar de creencias, sufrir crisis religiosas, tener discusiones inéditas con sus padres y amigos, en parte debidas (según ellos) a la filosofía. La inmensa mayoría de mis alumnos dicen salir de clase desorientados, pero también expectantes de que, en la próxima sesión, logremos profundizar y dar respuestas a las preguntas nuevas y radicales que han brotado en el aula. Digo “radicales” porque afectan a la raíz de la existencia de cada individuo. Pensar casi por primera vez en lo que es el mundo y uno mismo, en el sentido de la vida, en la razón de las propias creencias, en lo que de verdad es verdad y mentira, en el bien y el mal, en lo justo y lo injusto, sin prejuicios, más allá de los tópicos al uso… Todo eso representa una experiencia insustituible e inolvidable para muchos de mis alumnos. Incluso los que aún no llegan a apreciar estos asuntos (no todo el mundo madura a la misma velocidad), se quedan “tocados”, intuyen que algo muy importante se está cociendo en las clases, y aunque no lo entiendan, entienden que ahí hay mucho por entender. Y que en ese entenderlo está en juego su misma persona, su forma de estar en el mundo...


¡Pensar! En clase de filosofía (en los trabajos, en los ejercicios, en los exámenes de filosofía) hay que pensar. Gran parte de los alumnos que me llegan a primero e incluso a segundo de bachillerato (y doy a muchos, pues mi centro es de los más grandes) son supervivientes de la burocracia educativa. Apenas han tenido que pensar en nada. Al principio se incomodan por el cambio de costumbres. Están acostumbrados a memorizar contenidos y a resolver más o menos mecánicamente problemas de tipo académico. Pero no saben cómo “aprobar” filosofía. Vienen con un déficit de madurez (y no de habilidad) intelectual natural, pues muy pocas veces se les ha estimulado a pensar por sí mismos. La mayoría comienzan a hacerlo en filosofía por la sencilla razón de que en ella se tratan asuntos íntimamente ligados con su vida: el sentido de su existencia, la vida y la muerte, el valor de sus creencias, la forma de vivir, la relación con los demás y con la sociedad, la libertad, el poder, la injusticia, el compromiso político, etc., etc.



Pero no solo es pensar. Del otro lado de la misma moneda está el diálogo: pensar con los demás. Los primeros diálogos en clase son, a veces, incontrolables. La primera noción que tienen muchos chicos de lo que es "debatir con los demás" proviene de lo que ven en algunos programas de televisión: gritar, interrumpirse, atacarse, afirmarse por encima de todo. Cuando al cabo de las semanas logramos construir un debate serio, profundo, respetuoso y fructífero se quedan sorprendidos: disfrutan de que los demás los oigan con respeto, se dejan llevar por los argumentos olvidándose de sí mismos, intuyen que es más enriquecedor y fructífero resolver los problemas verbalizándolos, hablando sobre ellos, convenciendo y dejándose convencer... Tras esa experiencia noto que continúan charlando entre sí tras la clase. A veces me cuentan que han seguido en casa, con sus padres, o que gracias a la discusión ha sido un poco menos aburrida la tarde con los colegas de la pandilla.


Se me ocurren mil cosas más para justificar las clases de filosofía. Al fin y al cabo somos seres racionales, vivimos (y, a veces, morimos) por ideas, y desarrollar esa condición y conocer las más grandes ideas que han parido o descubierto los filósofos bastaría para justificar con creces la relevancia de la asignatura. Platón, Aristóteles, Kant, Hegel, Marx o Nietzsche (entre otros) son los pilares de todo el pensamiento europeo (incluyendo en él a la teología cristiana o la ciencia). Hasta el positivismo antifilosófico actual no es más que una filosofía... Pero bastaría con lo dicho: desarrollar el hábito de pensar y de dialogar en los adolescentes; lograr que adquieran herramientas para gestionar su incipiente sentido de la identidad y de su posición frente al mundo y a los demás… ¿Hay algo con más valor instrumental y, a la par, algo más sustantivo para formar personas y ciudadanos?... 


Y sin embargo, así andamos, como otras veces, defendiendo lo obvio. El consuelo es que eso, argumentar y convencer de lo que, por tan evidente no se ve a veces, es tarea tradicional de la filosofía. Y también, me temo, el ir a contracorriente…

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