sábado, 4 de abril de 2015

El atardecer de la carne



Estaba atardeciendo, la luces sobrevivían por los contornos de las montañas, ya no hacía calor. Los zorzales cantaban cuando los invitados degustaban pomposos pastelitos de crema acompañados de un café.

Más de cien personas, reunidas en una lujosa casa a las afueras de Barcelona. Todos los niños correteaban por los inmensos jardines y jugaban a las escondidas por las habitaciones de la casa. Las mujeres, reunidas en torno a un mesón al lado de la piscina, bebían su tinto de la tarde, atendidas por elegantes meseros. Los hombres vociferaban y reían sosteniendo un vaso de coñac en sus tertulias vespertinas.

La mansión de mármol era demasiado grande para una pareja de recién casados que habían adquirido la casa con dinero de dudosa procedencia, pero eso no era lo importante aquella tarde, ese día había que dar envidia a los amigos y no tan amigos.

La mujer de la casa compró el mejor vestido para hacer sentir pobres a las invitadas. El marido destapó las mejores reservas de licor y obviamente enseñó con altanería la bodega privada del sótano. Los manjares circulaban sin cesar desde la cocina al inmenso patio, sólo les quedaba mandarse los dedos a la glotis a muchos invitados para poder pecar de gula un poco más.

Las luces de la casa se encendieron mientras el cielo rojizo anunciaba el silencioso cantar de los grillos en la noche. Pero aquel día no sonaría el chirrido de los insectos.

El cielo todavía se alzaba azul y anaranjado, cuando la calma fue rota por ladridos a lo lejos. Se acercan unos perros.

Fue mala idea por parte de los dueños pedir prestado dinero a malas amistades. Los dueños, ansiosos por destacar, desesperados por impresionar a partir de lo banal no contaron con que aquella tarde se saldaría una cuenta.

Veinte hombres con diez perros cada uno rodearon las salidas de la casa. La tranquilidad desapareció cuando gritó el primer niño. Soltaron las correas del miedo; todos empezaron a correr, pero no había lugar a donde escapar.

Unos saltaron ingenuamente a la piscina, pero ésta se tiño de rojo. Otros corrieron como nunca en la vida, escapaban de los dientes que lo acosaban por detrás para encontrarse delante a hambrientos vasallos que les arrancaban la cara. Los niños no sabían qué hacer y se quedaron escondidos en todos los rincones de la casa. El sonido carnívoro todavía no cesaba y los gritos entonaban la melodía de la horrenda masacre llena de babas. Los niños eran encontrados uno a uno y arrastrados a la oscuridad.

La música que acompañaba la familiar fiesta seguía sonando mientras el festival de carne se celebraba.

Dos mujeres y una niña se atrincheraron en el la despensa-congelador de la cocina. Allí rodeadas de tanta abundancia y muertas del frío, escuchaban cómo tocaba la puerta desesperado un hombre que gritaba por ayuda, después de varios gemidos el hombre se quedó callado y la sangre fluyó por debajo de la puerta.

En el sótano, ni el propio dueño auxilió a su esposa, prefirió guarecerse con sus amigos de la cosecha del 45. Casi llorando intentó subir una escalera para alcanzar una estantería alta donde no lo pudieran atrapar. Los nervios y la desesperación hicieron que su pulso lo traicionara. Casi llegando, se calló; no le pasó nada pero la escalera movió las repisas llenas de botellas que cayeron sobre su cuerpo; la sangre y el vino derramado se confundían en esa escena grotesca.

Dos muchachos, encerrados en el clóset de un tercer piso, pensaban que sus papás se habían unido a su inocente juego cuando empezaron a escuchar los gritos. Estos gritos no eran porque te habían encontrado para decir tu nombre en la pared o para decir "por mí y por todos mis amigos".

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