Tanto Cristóbal Colón como Américo Vespucio creyeron que
las nuevas tierras descubiertas estaban próximas al Paraíso Terrenal. De
oro y plata eran las llaves para abrir las puertas del paraíso
capitalista en la tierra. Un cerro manaba plata y se confirmó con el
hallazgo del Potosí, esbelto y gigantesco. Algunos han dicho que el
Reino de las Españas recibió metal suficiente para tender un puente
sobre la mar océana que uniera dicha cumbre con el mismísimo Palacio
Real.
El Dorado, codiciado reino, figuró durante largos años en
los mapas de la cartografía de la ilusión, cambiando de forma y
ubicación en el delirio áureo de los fundadores.
La Unión fue llamada la nueva California, la ciudad
alucinante, donde los ricos mineros encendían los cigarros con billetes
de curso legal. Alguno hubo que construyó un teatro en su residencia
para que actuaran compañías profesionales y así satisfacer el capricho
de su niña. La actriz y empresaria María Guerrero quedó impresionada
ante la visión de la casa del Piñón. Le pareció que las brujas la
trajeron, por los aires, desde la Gran Vía de Madrid.
Once mil mulas cargadas de cien libras cada una salieron
de Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa. Nunca llegaron a su
destino. Otro ejército similar de pollinos recorría nuestra sierra para
acarreo del mineral, siendo arrieros y tartaneros grandes artífices de
los cantes mineros. En Cartagena de Indias se vendían gallinas en cuyas
mollejas se encontraban piedrecillas de oro. Y en Cartagena de Levante
buscadores de tesoros ocultos poblaron inhóspitos paisajes en prometeica
obstinación.
Las calles de Potosí se cubrieron de barras de plata.
Cuando la reina Isabel II visitó Cartagena y La Unión quiso descender a
una mina y los raíles del tren se los pusieron de plata. Una empresa
alemana que estudiaba la construcción de un ferrocarril interoceánico
concluyó que el proyecto sería viable a condición de que los rieles no
se hiciesen de hierro, bien escaso, sino de oro.
Cuchitriles y cuevas
Me decía Asensio Sáez: «La Unión lo dio todo a los que
pasaron por aquí. Y se quedó con una mano delante y otra detrás». El
cante es la prueba concreta de que aquello existió: letras de
explotación. Los mineros pasaban el día con un trozo de pescado seco y
otro de pan. Todo un milagro trabajar sin desmayarse.
Alquilaban cuchitriles, otros malvivían en cuevas. El 4
de mayo de 1889 declararon huelga general en la sierra unos 20.000
obreros que llegarán a destruir la documentación municipal, la de los
juzgados de primera instancia y la del Registro Civil. Después asaltan
la residencia de un acaudalado propietario minero y se dirigen a la
ciudad de Cartagena, que cierra sus murallas.
Queman fielatos en El Algar, La Palma, La Puebla,
Pozo-Estrecho, La Aparecida o La Media Legua. Se llegará a un acuerdo
entre las partes en conflicto. El trovero Castillo fue condenado a dos
años de prisión por su participación en este levantamiento anarquista.
Finalmente fue absuelto. Se decía que en una sola calle de la ciudad
minera y flamenca abrían sus puertas dieciséis cafés cantantes.
Mendigos en Cartagena
Tanto se consumía la coñac que el propio Pedro Domecq se
asustó y vino de incógnito a comprobarlo. Pensaba que se destinaba al
contrabando. Propietarios de cacao, con las cotizaciones al alza, se
bañaron en champán y se acostaban con francesas llegadas desde Río de
Janeiro. En el mejor cabaret, el Trianón, el coronel Dantas encendía
cigarros con billetes de quinientos mil reis. A los mineros indígenas
de América se les caía el pelo y los dientes. Sufrían fuertes temblores
debido al uso del mercurio para la obtención de la plata.
«Baldao de tanto picar/ y emplomao hasta las cejas, /
aquí ya no aguanto más, / y hoy mismo pido la cuenta/ para irme a morir
en paz». Más tarde pedían limosna por las calles: «Vierte sangre el
corazón, / viendo con vergüenza y pena/ mendigar en Cartagena/ a los
mineros de La Unión». La plata manaba interminable al tiempo que un río
de vidas extinguidas transcurría impertérrito.
A la inauguración del Teatro Amazonas de Manaos, tras las
tinieblas de la selva, fue el gran Caruso, a cambio de una fuerte suma.
Don Antonio Chacón, el Papa del flamenco, vino a La Unión a conocer sus
cantes incipientes.
Ginés Jorquera nos muestra las heridas de la catástrofe
en un cante del Morato: «Guarda la sierra memoria/ que, desde Roma hasta
Francia, / siempre fue la misma historia: /se llevaron la ganancia, / y
nos dejaron la escoria». Quizá pueda ser terapéutico recordar
colectivamente el desastre, no lo sabemos. Pero olvidar siempre sería
peor. Se llevaron la ganancia pero ganamos el cante, que en el Festival
Internacional del Cante de Las Minas 'nos sigue alumbrando las
tinieblas de la incertidumbre y la miseria'.
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