lunes, 29 de diciembre de 2014

La Nochevieja de antes

Por José Sánchez Conesa "El tío del saco"

 

Unos dicen que la tradición española de comer las uvas en Nochevieja arranca en Elche el año 1909 y la idea la debemos a los cultivadores del valle del Vinalopó que trataban de vender el enorme excedente de aquel año. Otros proponen que el primer año que se celebró el año nuevo con la ingesta de los granos de la suerte fue en el temprano 1887, e incluso opiniones hemos recabado que argumentan que fueron catalanes sus pioneros. El caso es que en la comarca del Campo de Cartagena, como en tantos rincones de España, no estaba muy extendida la costumbre hasta que llegaron las retransmisiones televisivas desde la madrileña Puerta del Sol. Así lo corroboraron muchos de mis entrevistados quienes hasta los años 50 jugaban a los adagios, aunque en algunos lugares se perdió la costumbre en las décadas de los 40 o de los 30, si bien llegaron a coexistir ambas tradiciones porque narran algunos de ellos que llegaban noticias, por mediación de algún conocido o familiar, que en Madrid comían uvas al tiempo que sonaban las campanadas. Y comenzaban a practicarlo en nuestra zona en los hogares golpeando una sartén con un cucharón o un azadón con un martillo, amplificando los sonidos del reloj familiar o siguiendo la radio.


Emparejando

El juego de los adagios es conocido también como los refranes, los añicos o echar los años. La fecha de celebración parece recordar a solteros y solteras que otro año ha pasado sin casarse, velando así por la continuidad de la especie y particularmente de la propia comunidad local. Consistía esta actividad de maridar en escribir en pequeños papeles, muy bien doblados para mantener el secreto de su contenido, los nombres de mozos, mozas y adagios o breves versos, pareados más bien, de contenido erótico. Aquellos que contenían los nombres de los mozos y viudos del pueblo se guardaban en una bolsa o vasija, separados de los que contenían los de mozas y viudas. En otro recipiente estaban los adagios. Una mano inocente sacaba de un lado y de otro para así emparejar a un varón con una hembra, correspondiendo a dicha pareja un adagio. Para algunos el sentido último era adivinar con quien te casarías. En cambio para otros participantes significaba la obligatoriedad de pasar el año con la pareja que te tocaba en suerte. Otra función que cumplía era la de ayudar a culminar los deseos amorosos de los más tímidos que no se atrevían a declarase a la chica de sus sueños y la comunidad local sabía que la chica estaba por la labor, por lo que en esos casos el director del juego manipulaba marcando los papelicos de los afectados para hacerlos coincidir intencionadamente. Otra entrevistada subraya que el juego no obligaba a nada, era mero entretenimiento.

Antonia Hernández, de la pedanía de Tallante pero muchos años residente en Pozo-Estrecho, nos indicaba que se jugaba a las prendas y a los años o adagios la víspera de Año Nuevo, en el descanso del baile en el casino o en una reunión de amigos en una casa particular y que ciertamente se formaban noviazgos que prosperaban. En otro extremo del municipio conocían la costumbre de echar los años, lo leemos en un texto inédito titulado Cosas de Alumbres, de Pedro Pérez y Juan Ros. Igualmente era frecuente introducir elementos distorsionantes para provocar mayor hilaridad o porque el número de participantes fuese impar. De tal manera que junto a nombres de mozos se introducían el Cabezo Gordo o el tapón de la balsa, y entre las mujeres se colaba la burra del tío Fulano o la cabra del puente. 


Adagios picantones 

Asensio Sáez, gran conocedor de la cultura popular de La Unión, me decía en conversación mantenida en su hogar que el gran poeta y editor local Andrés Cegarra (1894-1928), hermano de la también poetisa María Cegarra, llegó a escribir adagios “picantones pero de buen gusto”, para las reuniones con sus amigos. Esboza una sonrisa Asensio cuando comenta que el juego podía emparejar, entre grandes carcajadas de los presentes, a una guapetona con un tío “tontusio”. En esos casos el adagio aplicado era: “Al peor cerdo, /la mejor panocha”. En muchos rincones comarcales como Isla Plana, pedanías de Fuente-Álamo o Torre-Pacheco, Lobosillo, San Isidro o La Puebla los hemos escuchado fuertecillos: “A un buen abujero, /un buen tranquero”. “En un bancal de ajos, /tu bocarriba, yo bocabajo”. “En un bancal de melones, /tú en camisa, yo en calzones”. “Debajo de un tomillo, /te lo pillo”.”Te subiste a la colaña /y te vi la castaña”. “Si quieres que te lo vea, /súbete a la chimenea”. “Por tus piernas arriba, /corro que troto /y al llegar a lo negro /clavo el hisopo”.

A esta celebración asistían las madres, quienes aceptaban todas estas bromas por una noche, como necesaria válvula de escape de una sociedad reprimida y represora, aunque algunas se disgustasen por uno de aquellos pareados y abandonaran la reunión airadas, llevándose con ellas a sus hijas. Me informaron en Pozo-Estrecho que echar los años tenía lugar por Todos los Santos, época de tostones. Pero con la variante que solo se sorteaban las parejas, sin leer adagios o refranes. Las peñas de amigos, en su rivalidad, subían al tejado y echaban agua por la chimenea para echarle a perder la tostonada a los contrarios. 

Tenemos noticias de la celebración de estos juegos en otros lugares como Moratalla, Calasparra o en la comarca de Lorca y en tantos sitios que llegaríamos hasta tierras gallegas de la mano del gran maestro de la antropología española Carmelo Lisón Tolosana. Este ritual, que pretende garantizar la continuidad de la especie, la subsistencia de la propia comunidad rural, remataba con la publicación de la lista de emparejamientos en la puerta de la iglesia.

George Foster escribió que estos sorteos amorosos llevan implícitos un compromiso entre las parejas formadas a lo largo y ancho de España y de América, en países como Perú, Bolivia, Argentina, Venezuela, pero en algunos de estos lugares se celebra por carnaval.

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